Publicado en elfar.cat
Yo tenía unos 12 años, representábamos en el festival del cole el baile icónico de West Side Story. Me había ganado, en una especie de casting, ser Anita. Bernardo, mi amigo Carlos, y yo protagonizábamos el baile en esa pelea fantástica por lo nuevo y lo viejo, quedarse o volver, Norte América o Puertorico. Por aquel entonces daba clases de ballet y me había encargado de que la coreografía fuese lo más exacta a la original posible. Daba vueltas, saltaba, levantaba la pierna tan arriba que me dedicaba a hacer exhibiciones de elasticidad. Bailaba con gracia y, además, me sabía la letra de memoria así que bordaba el playback. Por supuesto lo di todo y no faltó ni una cara, ni un gesto, ni un movimiento como mi adorada Anita.
Al bajar del escenario, recuerdo nítidamente la imagen de un señor mayor con un pañuelo en el cuello, que se agarró para poder hablar más fuerte, mientras se agachaba hacia mí y con todas sus ganas me decía: “eres una artista”.
Y yo, que había coreografiado, bailado, imitado, actuado, incluso hecho playback con gracia absoluta, pensé: “ se debe haber equivocado, igual pensaba que estaba cantando yo”.
Ya con 12 años me sentía una farsante, incapaz de aceptar algo bueno, aferrándome a la única cosa que me parecía haber hecho imperfecta en ese escenario.
Han tenido que pasar bastantes años para saber que a esa sensación se le llama “el síndrome de la impostora”. Se trata de un término que las psicólogas clínicas Pauline Clance y Suzanne Imes acuñaron en 1978, en un artículo en el que relataban una investigación donde analizaban a un grupo de mujeres que habían realizado grandes logros. La gran mayoría de ellas desconfiaban de si mismas y pensaban que su éxito era un fraude.
Y sí, años después las estadísticas nos siguen arrojando a la cara la realidad: son las mujeres las que amplia y mayoritariamente sufren este síndrome.
A mis 12 años mi mente y mis emociones forjaban una jaula de autoexigencia, altas expectativas, inseguridad y dosis elevadas de autocrítica que no me dejaba salir a ver desde fuera el alcance de mis capacidades. 30 años después, he seguido viviendo y repitiendo la sensación una y otra vez, como escritora, como periodista, como madre, como mujer… Recuerdo decirle a una de mis amigas más queridas: “pero si esto no me cuesta trabajo” y ella mirarme con cabeza ladeada y decirme “eso no quiere decir que lo que haces no sea excepcional, quizás porque crees que no te cuesta no valoras lo que realmente es”.
Desde mi individualidad afrontaba este síndrome con la creencia que se trataba de un tema mío. A las mujeres nos han enseñado, siglo tras siglo, a no compartir nuestros problemas, a no crear comunidad entre nosotras, a no ejercer la sororidad. Ahora que destapamos ese velo de hierro nos encontramos repitiendo varias veces desde el asombro y la indignación el “¿Ah pero a ti también te pasa?». Esta sociedad parriarcal, machista, nos preferiría aisladas porque la unión hace la fuerza y la soledad impuesta solo genera monstruos. Entre esos monstruos hemos crecido asumiendo que nuestras inseguridades, nuestros dolores, nuestras molestias o nuestras barreras eran algo que soportar o combatir en silencio. Mientras a ellos les han enseñado a hacer equipo, a competir y ambicionar. A exponer y reclamar. Es difícil no estar a años luz de la igualdad real cuando cada pequeños aprendizaje colectivo o individual ha partido de la máxima desigualdad.
Un detalle que no deja de ser curioso es que el síndrome complementario al de impostora, denominado como el efecto Dunning-Kruger, trata de la gente incompetente que encuentra imposible creer en su propia incompetencia, mientras que individuos muy competentes tienden a subestimar su competencia relativa.
Las mujeres competentes sumamos sin dificultad ambos efectos. Como prueba admito que mi primera intención ha sido usar “suman” y no “sumamos”.
El #metoo destapó una realidad oscura, horrible y, lo más terrible, habitual. Mujeres que empiezan a visibilizar la endometriosis, y abren camino. Mujeres que hablan sobre el duelo gestacional, el de los embarazos interrumpidos, y encuentran otras tantas voces que responden a su dolor. Mujeres que se sienten malamadre por no ser superwoman. Mujeres que dejan, que se hartan, de buscar hueco para que no hablen por ellas en ningún espacio, reunión o decisión. Y mujeres que, como yo hoy, se reconocen como la impostora que ven algunas mañanas en el espejo y se preguntan ¿a vosotras también os pasa? ¿Por qué?. Y esas dos preguntas y las respuestas que conllevan les animan a confiar en si mismas y reconocerse, quererse y, por supuesto, admirarse, desde su absoluta, única y exuberante autenticidad.