Los lunes de mi memoria recuerdan Barcelona como una ciudad llena de coches, trajín de sonidos de camiones que descargan mercancías. Hombres y mujeres que andan con prisa hacia el trabajo, tiendas abriendo persianas, cafeterías llenas donde a veces es difícil coger una mesa, colas para ese café que necesitas aunque sea para llevar.
A partir de hoy mis recuerdos tendrán que incluir el de ese Blue monday en que la ciudad se lleno de fantamas: los carteles de rebajas tapados por el “cerrados hasta fin de restricciones”, las persianas cerradas, los bares con una mesa o una silla en la puerta cerrando el paso, las sombras de los fantasmas de las personas que en un universo paralelo libre de pandemia estarían pisando las baldosas de flores de Barcelona.
Una revisión ordinaria me ha permitido hacer lo que hacía semanas no podía: visitar mi ciudad.
Me he preparado casi como si emprendiese un viaje, ilusionada y emocionada, reservando un sitio para comer aprovechando – y estirando – las horas. Incluso me he atrevido a coger uno de mis sombreros, que reservo siempre para los viajes donde “no me conoce nadie” y “no me da vergüenza”, como si dentro del territorio habitual fuesen a pasarme revista pero en “el extranjero” pudiese ser libre.
Eso, libre. He paseado, he tomado un té chai para llevar, he hecho fotos a mi Catedral favorita en el mundo entero y he pasado a saludarla. La pobre María se sentía un poco sola, pero sigue bien, os manda saludos. He visitado alguna de las pocas tiendas pequeñitas abiertas y me han hecho una o dos fotos preciosas en el camino. Y eso, que pese a la creencia popular ni me suelo gustar en las fotos y además me suelen hacer muy pocas.
Hoy los fantasmas provocados por unas restricciones injustas por inservibles y que provienen de un plan poco elaborado, nada equilibrado y bastante sesgado, hoy esos fantasmas han dado un poco de espacio al aire, a la calma y me han permitido convertir este lunes azul en el reconfortante magenta del color de mi sombrero.
Que por cierto, ¿os gusta?