Me despierto como el día, lluviosa y huidiza, los sueños no acabaron como esperaba y me alerta el fundido en negro de la realidad. Se rompe el silencio de la casa vacía con la rutina del mundo que sigue siempre adelante pese a todo, pese a todos. Me lloran los ojos y aprovecho para pensar que estoy llorando y saciarme el drama. Me miro al espejo y me devuelve una imagen desenfocada. Pienso en buscar mis gafas, pero no es la miopía, estoy desdibujada, como el verano, como este año incierto, como el amor de los que no te quieren bien.
Vuelvo al sueño y me hierve la cara de rabia. En él, me cruzaba contigo, como tantas otras noches, pero esta vez hablabas con otra, una nueva, morena como yo, alta, como yo, de ojos oscuros, también, pero nueva. Se bañaba en un estanque de agua que le cubría hasta marcar sus senos sobre el reflejo. Ni siquiera era guapa, pero recuerdo la sangre a punto de explotarme en la cara de indignación. No me molestó verte mirarla a ella sino que no me miraste a mi. Desenfocada, desdibujada, no acaparé ni un instante de tu atención. En mis propios sueños. Doblemente agraviada, por ti y por mi. Heliocéntrica, insisto en que me orbites. Y tú vas en línea recta.
El día continúa, el intermitente ardor en las mejillas, los suspiros de una cabeza agotada de un corazón exhausto. Evito los cristales y sus reflejos y procuro pasar desapercibida ante los ojos de montones de personas indiferentes, con vidas ajenas, anodinas, que no me interesan, aunque ellas sí me miran. Arrastro mi sombra hasta que vuelvo a ocultarla en la cama. Una cama vacía con dos almohadas. Una que se mantiene henchida de soledad y otra en la que se percibe el molde del peso de mi cabeza. Pienso que debo ser real entonces, o quizás solo soy el peso de un montón de huesos y piel sin alma que rellene, sin alma que refleje nítidamente luz. Debe ser eso, compuesta de inconcreciones no me puedo enfocar.