Artículo publicado en Club Cortum
Escribe Pedro Salinas en La voz a ti debida: “Lo que eres me distrae de lo que dices”.
A mí, sin embargo, lo que dices me distrae de lo que eres.
Ultimamente nos movemos a base de mensajes cortos y directos que conforman no solo nuestra opinión sobre las cosas sino también la idea que asumimos como cierta sobre la persona que los pronuncia o escribe. A través del lenguaje, escrito o verbal, construimos mundos y personajes que nos parecen reales. Y bajo esas reglas del saber ignotas, basamos nuestras acciones, lo que decimos, lo que pensamos y así construimos nuestras opiniones y nuestro ser.
No sé qué te gusta, ni en qué contexto te has educado. No sé con qué valores has crecido, ni tengo la mochila de tus recuerdos. No puedo saber si en realidad cuando hablas querías decir otra cosa, o si quizás te has equivocado cuando leo lo que escribes. A lo mejor, incluso cambias de opinión y no lo sabré nunca. Puede ser que no coincidamos en algo y que ese algo evite que veamos los múltiples puntos en común que sí tenemos, o lo contrario. Yo solo sé lo que dices. Te subes al estrado, coges el móvil, abres twitter y sentencias. O apareces en cualquier entrevista con una declaración determinada. Escribes un artículo demoledor, participas vehementemente en un debate, o eres el incordio del punto en contra a todo en un grupo de whatsapp. Y lo que dices, me distrae de lo que quizás eres.
El otro día en el pleno del Congreso Carmen Calvo le preguntó a Cayetana Álvarez de Toledo si le parecía tan inverosímil aceptar que en alguna cosa podrían pensar igual. Posterior a eso le invitó a tomar un café con “un par de horas por delante”. Cosa que, carente de exposición mediática y rédito político, a la marquesa no le pareció interesante aceptar.
¿Es posible encontrar puntos en común con quién te parece diametralmente opuesto a ti? ¿O el esfuerzo que conlleva es tan titánico que nadie aún ha salido airoso? Lo vemos día a día en el congreso, lo vemos en las reuniones de comunidad, en nuestras relaciones.
Para conformar nuestra opinión sobre una persona nos solemos apoyar en una serie de conocimientos que creemos tener: lo que dice, lo que hace, lo que nos cuentan sobre ella y lo que sentimos. Los sentimientos son como la fe, incuestionables y volubles, es difícil sustentar una opinión sobre ellos y sin embargo suele ser nuestro mayor punto de amarre y muchas veces nuestro motivo de error para juzgar. Lo que nos cuentan de alguien, la fama, buena o mala, también es en parte una cuestión de creencia. En este caso en el valor que le das al criterio de quién te habla de esa persona.
Sobre la fama decía Sócrates “alcanzarás buena reputación esforzándote en ser lo que quieres parecer”. Ser lo que uno quiere parecer, a través de lo que se dice y lo que se hace. No siempre lo que pareces es lo que eres, ¿verdad? Ni siquiera tus acciones nos lo van a decir. Cuántas veces no habrás hecho algo porque pensabas que lo tenías que hacer o porque no podías hacer otra cosa, pese a que lo hubieses preferido. Lo que haces no es lo que eres, si lo que haces te toca hacerlo. Aunque al final, tampoco te engañes, siempre estás eligiendo. Lo que eliges sí es lo que eres. Pero el problema está en que desde fuera, no sabemos qué estás eligiendo ni siquiera que hay una elección detrás de tus actos. Lo que haces no me va a decir qué eres, pero me va a distraer muchísimo.
Y lo que dices, ay, vaya que sí. Lo que dices me distrae por completo. Wittgenstein decía que el lenguaje es un mapa de la realidad, con lo que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Al menos eso lo decía durante los años en que escribió el “Tractatus logico-philosophicus”, cuando aseguraba que “de lo que no se puede hablar hay que callar” y en una metáfora bastante bonita decía que las palabras pintan la realidad, es decir que el lenguaje se podía entender como una pintura del mundo. Años más tarde, en lo que se denomina “un segundo Wittgenstein”- lo cual no deja de ser un uso del lenguaje que seguramente le hubiese parecido curioso- en su libro “Investigaciones Filosóficas” cambia de opinión y reniega de esa idea para hablar de los “juegos del lenguaje”. El vienés asegura entonces que “el lenguaje engendra supersticiones” y por cierto concluye que la filosofía no crea nada, ya que no es ninguna ciencia, sino que sirve para deshacerse de esas supersticiones y “ayudarnos a rehuir del embrujamiento de nuestra inteligencia mediante el lenguaje.”
Igual me estoy embrujando al explicarlo, pero lo que Wittgenstein quería decir es que el lenguaje es un juego y lo importante es el uso que se le da. No puedo entender por completo a alguien sin entrar en su mente. Es igual lo que diga. No hay solo una manera de hablar, una palabra que para mi puede ser nimia a otra persona puede conllevarle toda una carga emocional que yo no puedo ni de lejos suponer al decirla. El lenguaje nos une al tiempo que formamos parte de una misma cultura, como hecho público que es, pero también nos aísla en la individualidad de lo que decimos y lo que entendemos al decirlo. Wittgenstein insistía, los lenguajes son formas de vida, son “aires de familia” nuestra única manera de entenderlos es liberarse de la superstición.
Lo que dices no me cuenta quién eres, pero sí me lo dice lo que entiendes de lo que digo o como usas el lenguaje para decirlo. Me cuenta muchas cosas que quizás no querrías que supiese.
Mucho más que lo que haces, que lo que dicen de ti o que lo que yo siento sobre ti.
Por eso, cuando decidimos tomar el uso de la palabra en un ámbito privado o público, cuando decidimos comentar algo en redes, en un grupo. Cuando escribimos sobre algún tema. Ojo, nos estamos dejando al descubierto y si no tenemos cuidado y usamos el lenguaje sin pensar, valorar o evaluar lo que estamos diciendo, podemos distraer enorme e irremediablemente al o a la receptora de nuestros mensajes, de aquello que en realidad somos, quedándonos a medio ser.
Y así, usando el lenguaje de forma descuidada, conformamos una sociedad llena de personas que no son y que aparentan, escuchadas por otras que creen que saben quién son, sin serlo.
Difícil formar un mundo mejor así, sin pensar en tu responsabilidad cuando, como decía al principio de este artículo, te subes al estrado, coges el móvil, abres twitter y sentencias. O apareces en cualquier entrevista con una declaración determinada. Escribes un artículo demoledor, participas vehementemente en un debate, o eres el incordio del punto en contra a todo en un grupo de whatsapp.
Cuando lo que dices, me distrae de lo que quizás eres.