Hay un momento, un instante, en el que todo es normal. Duermen los niños, ponemos el capítulo de la serie que dejamos a medias y todo se desdibuja. No existen los miles de muertos, no corre el bicho por el aire y no dejamos de respirar, libres, para procurar contenerlo.
Es un instante culpable y falso; pero es un instante de calma. Los segundos siguientes son de desconcierto, se cubren los minutos de un letargo que sabe a domingo eterno con aires de lunes. El ruido es ensordecedor. Ruido de noticias, ruido de mentiras y de injurias. Pero el peor, es el ruido de la verdad de lo que sucede. Suena a corazón latiendo fuerte y rápido, al ritmo de un tambor africano que se acelera y se acelera hasta el golpe final.
La línea que nos marca el día a día sigue ahí impertérrita, imperfecta, imposible. Se nos va a quedar en el cuerpo como una cicatriz. De mis cuatro, tres son recuerdos de amor y otra por torpe. Las tengo localizadas, conocidas y queridas. Sólo me queda decidir dónde voy a ponerme esta para grabarme en la piel lo que estoy viviendo.
El tiempo dirá si además de sobrevivir aprendemos.
Como buena espiral, la historia se empeña en pasar una y otra vez por los mismos lugares, desde distintos sitios temporales. Cabezona, quiere hacernos aprender algo mientras continuamos obcecados ignorando los mensajes, poco sutiles, que nos lanza.
Para arreglar el todo tendremos que redefinir el uno. Mirémonos a aquello que llaman el espejo del alma. Y preguntémonos si queremos seguir siendo quién éramos. Si este redescubrir nos va a servir de algo, en nuestro listado de cosas que queremos hacer cuando salgamos de casa, apuntemos también las cosas que queremos ser.
No hace falta que lo digamos, como los deseos que se cumplen si los guardas en silencio, solo intentemos cada uno, cada una, hacer nuestra parte.
Todo pasa, nada ha sido eterno hasta ahora, nada nos hace sospechar que lo será.
Hoy es domingo, un domingo eterno con aire de lunes.